LAS carencias educativas
preocuparon profundamente a algunos novohispanos, tres o cuatro de los cuales,
como diputados a las Cortes de Cádiz, habían participado activamente en proyectos
que ansiaban poner en marcha en su suelo natal. Sin embargo, la debilidad del Estado mexicano, la poca
solidaridad política y social y la falta de compromiso entre sus dirigentes
para remediar la carencia de escuelas y maestros caracterizaron la primera
mitad del siglo. Una clase burguesa naciente acumulaba riquezas sin preocuparse
por crear un sistema educativo nacional. Puesto que esta clase tenía la
posibilidad de educar a sus hijos en el extranjero o con preceptores
particulares, la instrucción de los grupos populares le interesaba sólo en
cuanto le facilitaba el control social. No se había instituido un impuesto
progresivo sobre la renta ni sobre la propiedad, de modo que los pudientes no
contribuían más que cualquier otro ciudadano (los notoriamente pobres estaban
exentos); el Estado nacional, aún muy frágil y vacilante, carecía de capacidad
extractiva frente a las clases dominantes. La naturaleza geográfica del país
tampoco favorecía una distribución equitativa de recursos; las comunidades aisladas
del centro y de las rutas comerciales no recibían ningún subsidio de las
localidades más ricas, de manera que se vieron en la necesidad de conseguir,
allí donde difícilmente podía haber excedentes de su producción ganadera o
agrícola, fondos para mantener a sus escuelas.
La acumulación de capital en manos de
agiotistas y especuladores en bienes raíces creó un grupo pequeño y adinerado,
a despecho de los conflictos políticos y del lento desarrollo económico del
siglo, que hizo poco por resolver el problema educativo. Los sectores medios y
sobre todo profesionales no tenían recursos económicos para solucionar estas
carencias, pues por lo general sus conocimientos sobrepasaban en mucho a sus
ingresos. Gran parte de la enorme población rural y agrícola, sumergida en la
pobreza, la incomunicación, la ignorancia, el alcoholismo y una abierta
oposición a las escuelas, debido a una desconfianza tradicional, ponía
tremendos obstáculos a la escolarización.
Los "hombres pensantes" de la
nación habían albergado una enorme fe en su capacidad para transformarse en una
sociedad moderna. Como describe un libro de Javier Ocampo,Las ideas de un
día éstas florecieron en un ambiente de gran entusiasmo.
México, ya libre de trabas legales españolas, se decía, encontraría su lugar
entre el concierto de las naciones civilizadas como un país rico, apacible,
ordenado, con ciudadanos de elevado nivel moral, educados, y sobre todo
felices. El tema de la felicidad es frecuente en los folletos, discursos,
proyectos y leyes de la primera República Federal. El optimismo era tal que, se
pensaba, un buen gobierno podría conducir a la sociedad a su perfeccionamiento.
Este anhelo se manifiesta en las constituciones como la Política de la
Monarquía Española de 1812 y las de los estados de la República. Ejemplo de
esta manera, quizá ingenua, de ver los hechos es la primera constitución de
Veracruz que inclusive pone fecha límite para alfabetizar a los adultos, so
pena de que éstos perdieran sus derechos ciudadanos.
La aparente cornucopia de recursos físicos
y psíquicos del país inspiró visiones de futura paz y prosperidad. Las ideas de
la Ilustración otorgaban una confianza muy grande al poder salvador y redentor
de la educación. Creían los "hombres pensantes", como a sí mismo se
llamaban, que la multiplicación de las escuelas haría tanto por la vida moral y
política como la multiplicación bíblica de los panes había hecho por los
hambrientos. Estaban convencidos de la fórmula "más escuelas equivale a
mejores ciudadanos". Estas instituciones milagrosas harían de los niños
hombres respetuosos, obedientes, dispuestos a defender con la vida al gobierno
republicano; serían responsables, instruidos, amantes del trabajo, buenos
padres de familia, devotos católicos, reverentes ante el orden divino y terrenal.
Las escuelas ocupaban un lugar de gran
importancia en el esquema de vida nacional; eran una pieza clave en la
formación de un Estado moderno y en su sobrevivencia como país independiente.
Al respecto estuvieron de acuerdo masones escoceses y yorkinos, políticos
moderados y exaltados, simpatizantes del nuevo régimen y nostálgicos del viejo,
más todos los grupos que se identificaban en primer lugar como mexicanos (De este conjunto se excluyen necesariamente muchos
nativos que vivían en comunidades cuyas actitudes regionales les impedían
sentirse parte de la nación.) ¿Por qué, entonces, la educación no prosperó, por
qué no recibió el apoyo que su jerarquía, como prioridad nacional, parecía
merecer?
Esta paradoja (urgencia de
educación-abandono) puede explicarse, en gran medida, por lo que ahora resulta
obvio. No se puede crear un sistema educativo con buenos deseos ni con el
trabajo de voluntarios ni con maestros profesionales con sueldos de hambre.
últimamente se había dicho, a propósito de la bonanza económica que prometía el
petróleo, que el dinero no todo lo resuelve. Sin embargo, se comprende que su
ausencia explica en gran medida no sólo el atraso, sino también la
imposibilidad de vencer la inercia, de establecer desde la nada un sistema de
educación formal que llegara a cubrir la demanda nacional.
Una mirada a la situación económica de los
maestros y el destino que realmente tuvieron los fondos para la instrucción
pública nos dejaría vislumbrar la enseñanza tan deficiente recibida por la
mayor parte de los niños mexicanos en el siglo pasado (que no parece tan
escandalosa si se compara con el estado de la educación pública en Inglaterra o
en el resto de Europa en la misma época). La injerencia de gobiernos centrales,
federales y municipales, según el régimen político en el poder, también
explicaría en alguna medida la distribución de recursos; su procedencia
insegura y esporádica es otro punto para examinar la relación entre la crisis
económica que duró en forma aguda desde la independencia hasta la República
Restaurada y la pobreza de esfuerzos y sobre todo de logros educativos durante
el mismo tiempo.
Las escuelas públicas y privadas durante la
Colonia fueron de varios tipos. Una real cédula de 1817, que no hacía más que
recoger mandatos similares anteriores, ordenaba la apertura de escuelas
gratuitas en los conventos y en las parroquias, donde la iglesia pagaba a un
laico, maestro o maestra, para enseñar las primeras letras. Estaban además las
escuelas del ayuntamiento (que aparecen ya a finales de la Colonia), pagadas
por esta corporación civil. Lo más común, sin embargo, era mandar a los niños,
y, después de los seis o siete años de edad solamente, a las niñas, a una
"amiga", como se llamaban las escuelitas que las mujeres, a veces
analfabetas, abrían en sus casas, y cuyo escaso sustento se lograba con las
pequeñas cuotas pagadas por los padres de familia. Los niños con ciertas
posibilidades económicas recibían su instrucción primaria en los colegios
menores de las órdenes religiosas, donde pagaban colegiaturas o recibían becas,
según el caso. Otras escuelas, que existían durante la colonia y fueron comunes
durante el siglo XIX, fueron las que hoy llamaríamos
"particulares",establecidas como un negocio o servicio particular,
sin intervención del gobierno. La diferencia entre pública y particular no
tenía relación con la paga de colegiaturas. Había escuelas públicas, donde se
tenía que contribuir con alguna cuota, y particulares, donde los alumnos pobres
asistían gratuitamente, pero que eran costeadas por padres de familia con
suficiente dinero o por organizaciones como la Compañía Lancasterianas o el Colegio de las Vizcainas.
Hubo dos clases de participación estatal
durante el primer medio siglo de vida independiente. Bajo el federalismo, el
municipio ejercía jurisdicción sobre la instrucción primaria; el gobierno
nacional no intervenía, ya que cada estado era libre y soberano. Los municipios
se enfrentaban a una tarea especialmente difícil, y sus problemas explican
mejor que los grandes rasgos de la política nacional, el cuadro educativo.
Durante el centralismo las políticas venían desde la capital hasta los
departamentos, que vigilaban de cerca las actividades municipales.
Imaginar cómo uniformemente desolado este
cuadro sería menospreciar las excepciones como Guadalajara, donde Manuel López
Cotilla fundó varios establecimientos educativos. Morelia también se preocupaba
por enseñar las primeras letras y Guanajuato en 1845 consideraba bien atendidas
sus escuelas. Pero fuera de las zonas urbanas populosas, los municipios
luchaban con la carencia de hombres capaces de encargarse ramo de instrucción
primaria. El país tenía un índice de analfabetismo de un 80%, que en las
comunidades rurales sin duda llegaba fácilmente al 90%. El aislamiento de las
comunidades dificultaba no solamente la llegada de libros, noticias y
novedades, sino de maestros y de personas capaces de estimular la vida
intelectual. La ayuda del clero era indispensable. En toda la República hubo un
total de 3 000 eclesiásticos, de los cuales apenas la mitad se dedicaba a la
cura de almas y a tener un contacto estrecho con los creyentes. Este ejército
potencial de maestros se vio disminuido por la edad, la guerra, la expulsión de
los españoles, y no pudo reponerse por la falta de obispos, únicos que podrían
ordenar nuevos sacerdotes. Había más municipios que parroquias o cabezas de
doctrina, así que ni siquiera se contaba en teoría con un ministerio de culto
en muchos de ellos.
La población de los municipios estaba
dispersa en pequeñas rancherías sobre grandes extensiones de tierra, a veces de
geografia muy accidentada. México, en el siglo pasado, tenía pocas ciudades. Se
calcula que la capital tenía alrededor de un cuarto de millón de habitantes;
Guadalajara, para los primeros años de independencia, no llegaba a 50 000. Abundaban en cambio pueblos y rancherías de 100 o 200
habitantes, donde ningún recurso alcanzaba para pagar un maestro.
Los municipios conseguían sus fondos
principalmente de impuestos. sobre el comercio. El derecho de plaza era su único
recurso en muchas partes. Algunos lograron gravar los bailes o la introducción
de pulque u otras bebidas embriagantes. Estas entradas eran esporádicas,
impredecibles, y no permitían mantener una escuela sobre bases económicas
firmes. Las escuelas que dependían del escaso interés y dinero de los
municipios tuvieron una vida muy azarosa, con numerosas interrupciones. Con
frecuencia faltaba el maestro ya que el escaso sueldo no alentaba a desempeñar
esta tarea bajo condiciones tan penosas.
En Puebla, por ejemplo, el gobierno estatal
asignaba los recursos locales de cada ayuntamiento. El de Tochimilco supo que
el Congreso del estado, en 1831, le había dado "cuatro reales, tres, dos y
uno semanarios sobre las tiendas y cantinas del país, calificadas en cuatro
clases según su mayor o menor expendio; el de uno, dos y tres reales mensuales,
bajo la misma clasificación, sobre las tabernas de pulque, y el de un octavo o
tlaco sobre cada cuero de esta bebida que se introduzca de fuera para su venta".. Le cobraba, pues, un impuesto graduado sobre tiendas y
cantinas de aguardiente y licores nacionales y sobre tabernas de pulque, más
una pequeña cantidad adicional sobre pulque introducido al municipio. Quedamos
sin saber si lo recaudado de este impuesto alcanzaba para pagar decorosamente a
un maestro.
Algunos ayuntamientos carecerían de fondos,
as tal grado que el estado los tenía que socorrer. El de Puebla en 1826
subvencionó una escuela gratitua en el barrio de San Antonio mientras el
ayutamiento arreglaba sus finanzas .El estado destinaba 25 pesos mensuales para
pagar cubrir la renta de la casa del local. Colección de los decretos y órdenes más importantes que
expidio el primer congreso constitucionalista del estado de Puebla en los años
1826, 1827 y 1828,, Puebla, Imprenta del gobierno, 1828, p.82
La escasez de dinero afectó de varias
maneras a la educación antes de la República Restaurada. Evidentemente limitaba
las opciones gubernamentales, pues el poco dinero recaudado se destinaba a la
burocracia y al ejército. Prácticamente no hubo construcción de edificios
públicos durante los años veinte y treinta, salvo el caso curioso de los
cementerios, que sí no requerían grandes caudales sí indicaban un interés de
parte de las autoridades por sanear el ambiente. Durante un año tomado al azar,
1845, hubo doce solicitudes para construir cementerios, varias para cárceles y
ninguna para escuelas. El poco dinero en caja se destinaba a arreglar y
acondicionar cementerios y cárceles, después palacios municipales, puentes,
caminos y cañería para agua potable y en último lugar las escuelas. Los
edificios que servían de locales escolares eran todos construcciones
coloniales; algunas dañadas seriamente durante la guerra de independencia
permanecían semidestruidas.
Los niños llegaban a compartir el mismo
techo con compañeros poco deseables; en un pueblo, los presos ocupaban una
parte del edificio, la escuela otra.
El distraer los fondos de instrucción
pública para otros fines fue bastante común durante la primera parte del siglo.
A veces lo hacía el gobierno estatal, al ordenar contribuciones forzosas de los
ayuntamientos, que se veían obligados a tornar dinero de donde lo hubiera. A
veces el mismo ayuntamiento ocupaba los fondos para la compra de maíz cuando no
había suficiente, o para conseguir agua potable. Hubo necesidad de varias leyes
para evitar que utilizaran los fondos educativos con otros propósitos.
La Compañía Lancasteriana, bajo el
centralismo de Santa Anna, fue la primera organización que puso algún remedio a
estas dificultades ya que logró, por lo menos sobre el papel, dos cosas:
uniformar y centralizar la educación en toda la República, darle un solo
reglamento y un solo método, y extender este sistema a todos los departamentos
obligatoriamente.
Logró también dotar al sistema de fondos,
cobrados a razón de un real por mes a cada jefe de familia, salvo en casos de
notoria pobreza.En la práctica, duró poco la Compañía como directora de
educación primaria, y durante su breve actuación no cumplió con sus propias
metas. Pero dejó un poderoso precedente y en algunas partes se formaron
posteriormente juntas de instrucción pública que continuaron los métodos
impuestos por la Compañía. Desgraciadamente, la práctica de cobrar a los padres
de familia que podían pagar no se volvió a instituir hasta el imperio de Maximiliano,
gobierno que como sabemos tampoco se consolidó.
Fue muy criticada por los opositores del
régimen centralista la actuación de la Compañía Lancasteriana, en parte porque
no entregó sus estados financieros. El entonces ministro José María Lafragua
criticaba esta falta de seriedad y el hecho de que en el Distrito Federal, por
ejemplo, quedaban para 1847 apenas tres escuelas para niñas en condiciones
deplorables, sin fondos suficientes para pagar a sus maestras. Sin ser culpa de
la Compañía, Lafragua señalaba a las autoridades como apáticas, incapaces de
proteger debidamente a la instrucción pública y vigilar el adecuado
cumplimiento de la ley. "Los esfuerzos", decía el ministro, "han
sido inútiles". No había logrado vencer la rutina, introducir novedades, ni
conseguir mayores medios pecuniarios.
Tampoco llevaba bien sus cuentas el
gobierno. Un informe de 1861 indica que la junta de Instrucción Pública no
había entregado cuentas en 14 años. Establecido en Guanajuato en 1858, el
gobierno de juáreducativas pero la falta de fondos y la mala voluntad de los
reaccionarios, según el decir de los liberales, arruinó los establecimientos
educativos. Los conservadores cerraron algunos y derrocharon los fondos de
otros, escribía Manuel Ruiz, ministro de Negocios Eclesiásticos e Instrucción
Pública en 1861.
Se comprende que la organización de
escuelas haya sido difícil en la provincia, dadas las características de los
ayuntamientos. Sorprende, en cambio, encontrar situaciones desastrosas tan
cerca de la capital, como era la prefectura y comandancia militar de Hidalgo,
compuesta por lo que es ahora San Juan de Aragón, Zacatenco y Atzcapotzalco. Al
revisar la situación de esta zona en abril de 1867 el prefecto no encontró una
sola escuela, ni el recuerdo siquiera de alguna ley que reglamentara su
existencia y que le procurara fondos. Luchando contra "la rancia costumbre
e inercia de los pueblos", establecieron el mes siguiente varias escuelas
para niños y niñas, tarea que, por la brevedad del tiempo transcurrido, parece
imposible. Si no son exactos los datos, de todas maneras nos dan una idea del
tamaño de las escuelas y de los sueldos de los maestros. Había dos municipios
en esta prefectura; en uno se establecieron siete escuelas a las que asistían
565 niños. Los sueldos de los maestros fluctuaban entre 12 y 55 pesos
mensuales, cantidades proporcionales a la asistencia de estudiantes. El otro
municipio tenía cinco escuelas, 517 alumnos y el sueldo de los maestros era de
15 a 30 pesos. Cada municipio tenía una escuela para niñas; a una asistían 110
niñas, cuya maestra ganaba 30 pesos al mes; otra tenía 30 niñas y la maestra
ganaba 20 pesos. Como la mayoría de las escuelas de esta época, un solo maestro
enseñaba simultáneamente todos los niveles.
En el otro extremo del valle, en la
municipalidad de Tlalpan, los ocho maestros con que se contaba ganaban entre 15
y 52 pesos mensuales. El de Topilejo, poblado más lejano ganaba menos que el de
San Pedro Mártir, a pesar de tener más alumnos. San Angel tenía seis maestros,
con sueldos muy parecídos, Coyoacán otros tantos, Ixtapalapa e Ixtacalco,
regiones netamente indígenas,, cinco cada uno, Xochimilco, que aparece n las
estadísticas de la época como prefectura política y ciudad, tenía un total de
33 escuelas para niños y tres para niñas, que pagaban sueldos de 8 a 40 pesos
mensuales. Las tres preceptoras ganaban exactamente la mitad de lo asignado a
sus compañeros del sexo opuesto. En la cabecera de Xochimilco, por ejemplo, el
maestro ganaba 40 pesos y la maestra 20. En Milpa Alta se repetía la situación
y uno de sus pueblos, que tenía escuela de niñas, destinaba lo pesos a la
maestra y el doble al maestro. Las escuelas se dividían en tres clases, según
lo completo de su enseñanza, y esto afectaba también el nivel de los sueldos.
La ciudad de México en 1867 tenía ocho
escuelas bajo la dirección de la Compañía Lancasteriana, que si ya no estaba
encargada de la instrucción pública en toda la República, no por eso había
dejado de existir. El municipio sostenía a diez escuelitas, cuya población apenas
llegaba a la mitad de las ocho lancasterianas. Había en la ciudad 123 escuelas
particulares donde se pagaba algún tipo de colegiatura. En total, apenas cubrían malamente las necesidades
educativas de unos mil alumnos, cantidad ínfima para una ciudad de más de un
cuarto de millón de habitantes. Ejemplos como éstos se repartían a lo largo y
ancho del territorio nacional.
Al investigar la creación de institutos de
ciencias y artes en varios lugares de la República y el esfuerzo del gobierno
por mantener a los colegios nacionales, nos inclinamos a pensar que realmente
sí tuvieron un respaldo económico importante. Estos establecimientos
pertenecían al ramo de enseñanza superior, no a la primaria. Daban mayor prestigio al gobierno y por ello
acaparaban su interés. Las escuelas de primeras letras, en contraste, fueron el
patito feo, el renglón olvidado de la administración pública. Los particulares
trataron de organizarlos en las ciudades como México y en las haciendas, pero
la mayor parte de los municipios tenían que resolver el problema con sus
propios recursos.
Algunos ejemplos pueden ilustrar este
punto. En 1838 el ministro del Interior admitió que los fondos de los
ayuntamientos.estaban "muy desarreglados", pero que bajo el régimen
central las juntas departamentales quedarían ahora encargadas de establecer
escuelas en todos los pueblos y de dotarlos de fondos propios e imponer
contribuciones moderadas a los habitantes. Pero no se resolvía
así el problema ya que los ayuntamientos tendrían que conseguir fondos de su
propia localidad mediante impuestos, recurso poco efectivo si no había
excedentes de ningún tipo.
Para la década de los años cuarenta,
Manuel Baranda, joven abogado de Guanajuato, era ministro de Justicia y
Negocios Eclesiásticos. Según sus cálculos exageradamente optimistas, habría
unas cinco mil escuelas en la República con un cuarto de millón de alumnos,
poquísimos para un territorio tan amplio como era entonces el mexicano, con
unos ocho millones de habitantes. Según un informe preparado por la oficina de
Baranda, las muchas escuelas de primeras letras que existían antes de la
independencia se habían multiplicado hasta el infinito con lo que México se
encontraba en el nivel de los países más civilizados y avanzados del orbe. En
el mismo informe se dice que "en nuestras montañas del norte, entre los
precipicios y barrancas, lugares que parecen inhabitables, ha existido una
escuela tan completa y tan perfectamente sistematizado que haría honor a la
capital". Nadie más observó semejante perfección ni romanticismo
en las escuelas elementales mexicanas de esos años, al contrario, todos
lamentaban sus deficiencias.
La República Restaurada, en una época de
mayor tranquilidad política, tuvo con su labor resultados más positivos. Los
fondos destinados a la instrucción pública se obtuvieron mediante partidas
presupuestarias constantes, aunque el pago oportuno de sueldos siguió siendo
problemático por la desviación de fondos. La incomunicación subsistía en gran
medida y los maestros apenas empezaban a gozar de cierta respetabilidad social.
Se venció la inercia y por fin se estableció definitivamente la costumbre de
tributar algún tipo de impuesto para sostener la instrucción pública. La penuria
tan marcada de los primeros años cedió a la disponibilidad de recursos, aunque
limitados, que permitieron, junto con el esfuerzo del gobierno, maestros y
padres de familia, dar origen al sistema de educación nacional.
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