lunes, 26 de noviembre de 2012

Aprender a enseñar en el siglo XIX. La formación inicial de las maestras españolas.

RESUMEN
La  irrupción  de  las  mujeres  en  la  Escuela,  como  alumnas  y
como  enseñantes,  comenzó  muy  tímidamente  en  la  España
del siglo XVIII, si bien no fue hasta finales del siglo XIX, con la
Ley  Moyano  (1857),  cuando  se  estableció  la  obligatoriedad
de  la  instrucción  primaria  pública  para  las  niñas.  Pero  las

políticas educativas no sólo posibilitaron progresivamente la
incorporación y la permanencia  de las  niñas en la institución
escolar.  También  se  hizo  efectivo  el  ingreso  de  las  mujeres
en  la  profesión  docente,  ingreso  que  en  un  principio
quedaba  reducido  a  la  enseñanza  primaria  y  que  respondía
más  a  una  cuestión  de utilidad  que  a  un  interés  social  por
darles a las mujeres la oportunidad de mejorar su formación
para su incorporación al mercado laboral. En este trabajo nos
proponemos  analizar  la  trayectoria  de  la  formación  inicial  de
las maestras españolas, diseñada según el programa curricular
concretado  en  diferentes  planes  de  estudio a lo largo  del siglo
XIX. 

PALABRAS CLAVE: Maestras,  España,  Ley  Moyano,
Formación inicial, Currículum, Desigualdad.



Introducción
Teresa González Pérez

En España la incorporación de las mujeres a la educación no estuvo exenta de dificultades. Hasta
el siglo XIX la escuela fue un espacio social restringido al género masculino. El sistema educativo
construyó un modelo educativo partiendo de las desigualdades entre sexos y hubo muchas reticencias
con respecto a las niñas, porque más bien se consideraba que las perjudicaba (B
ALLARÍN, 2001). A pesar de la polémica, la incorporación de las mujeres a la enseñanza sistemática fue una realidad, aunque sin apartarse del aprendizaje acorde con la condición femenina. El discurso del saber en la sociedad tradicional se apoyaba en las buenas costumbres, el cuidado personal y la domesticidad. Un imaginario que se proyectó tanto en manuales escolares como en libros de lectura, difundiendo el prototipo femenino, fijando las esferas y espacios de influencia, partiendo de la dicotomía público y privado en relación a ser hombre o mujer. El programa educativo no inventaba nada, mantenía la tradición reforzando roles y estereotipos sexuados. Para ello se fijaron unas materias específicas para las niñas y jóvenes, las denominadas enseñanzas del hogar, que en la práctica se centraban en las disciplinas domésticas y las reglas de urbanidad (BALLARÍN, 2000). 
Cada cultura y cada sociedad tienen sus propios imaginarios. Buena parte de esos imaginarios
han sido construidos en épocas pretéritas desde la masculinidad y encorsetaban la representación
femenina restringiendo su participación pública. En efecto, los imaginarios construidos desde la cultura masculina representaban a las mujeres ajenas a la vida pública, negadas, estereotipadas o
invisibilizadas. Las maestras tampoco escaparon a ello, aunque a través de su ejercicio laboral fueron
pioneras en ganar espacio público. Cruzaron la frontera que las situaba entre la tradición y la
modernidad para cumplir su rol sin romper los estereotipos sociales. La formación inicial diferenciada y  segregada estuvo vigente en las instituciones normalistas femeninas españolas durante casi toda la centuria decimonónica. En concreto hasta 1881, cuando se fijó un plan de estudios oficial, aunque las labores representaban más de un tercio del horario escolar.
Las escuelas de magisterio, desde la segunda mitad del siglo XIX y hasta la década de los años
veinte del siglo XX, fueron los centros más importantes de cultura femenina y los únicos estudios no
elementales donde la presencia de las mujeres era aceptada (CAPEL, 1986). La multiplicación geográfica de estas escuelas y su carácter casi exclusivamente femenino se explica en base al hecho de que la enseñanza primaria era el único sector de las profesiones liberales cualificadas que se les permitía ejercer a las mujeres y, en este sentido, la carrera de magisterio monopolizaba las inquietudes culturales de este sexo. Los contenidos intelectuales que se les impartían armonizaban con las ideas más tradicionales sobre los parámetros que debían regir la educación femenina, dada la parcela hacia la que dirigían las actividades las alumnas y las atribuciones pedagógicas que a nivel escolar se le conferían a las mujeres, en virtud de ese carácter innato de educadoras. Las escuelas normales, como opción debe estudio, se constituyeron en un lugar atrayente para las mujeres con inquietudes intelectuales, por lo que en poco tiempo la docencia primaria pasó a ser mayoritariamente femenina. En el siglo XIX formaron parte de esa exigua minoría profesional femenina, y, a la vez, constituía la ocupación mayoritaria en el magisterio porque hasta comienzos del siglo XX sólo se les permitía el acceso a la enseñanza infantil, primaria y al magisterio. En las primeras décadas del siglo XX las mujeres alcanzaron no sólo los niveles de feminización del magisterio; también consiguieron idénticos porcentajes de escolarización que los hombres y el acceso a las diferentes modalidades educativas, es decir, a la enseñanza secundaria y universitaria.

1. Algunos datos sobre los orígenes de la formación de maestras
Las maestras a comienzos del siglo XIX eran prácticamente analfabetas: apenas poseían unos
rudimentarios conocimientos. A veces sabían leer pero no escribir, y en cambio eran expertas en
catecismo, en coser y bordar. Unos conocimientos considerados en aquel entonces suficientes para
atender a las escuelas de niñas. La instrucción se oponía a la feminidad; por ello, el objetivo no era
formar a las mujeres intelectualmente, sino prepararlas en modales, hacerlas virtuosas, útiles, sumisas y buenas. Argumentos que sirvieron de base para diseñar la educación de las mujeres, y a su vez se
emplearon para su proyección en las disposiciones legislativas. Los modelos educativos femeninos del  siglo XIX afirmaban la diferencia social y curricular. Se apoyaban en el discurso de inferioridad que defendían las teorías científicas, relativo a la diferencias psicobiológicas” detectadas entre hombres y mujeres (BALLARÍN, 2000: 83). No sólo la formación de las maestras era deficiente, sino que la mayoría ejercían sin haber obtenido la titulación correspondiente. Por ejemplo, en 1835 buena parte de las

En 1839 el primer Reglamento de exámenes para la obtención del título de
maestra fijó que había que hacerlo en privado ante la Comisión Provincial, a diferencia de los maestros que era un examen público. Se les exigían las materias de labores, religión y moral, lectura, escritura y nociones de aritmética. En definitiva, unas exigencias que marcaban menos conocimientos que los requeridos a los maestros. Con posterioridad, en el Reglamento de exámenes de 1850 aumentaron las exigencias para los maestros pero no así para las maestras, a las que no se les pedía el conocimiento de los métodos de enseñanza. En 1850 se contaba con 4.066 maestras, de las cuales solamente 1.871 ejercían su profesión con título, cobrando un tercio menos que los maestros, de acuerdo al Real Decreto de 1847. La escasez de maestras tituladas dificultó la constitución de comisiones de examen; por ello, este Reglamento dispuso que el Gobernador podía nombrar a dos señoras instruidas en el supuesto de no haber maestras. En general este dato evidencia la pésima situación educativa en el estado español. Al margen de las diferencias geográficas en estas fechas, prácticamente el 90% de la población femenina era analfabeta. 
La creación de las escuelas normales para maestras mejoró la formación inicial. Los estudios de
magisterio eran la única opción de estudio y a la vez de ejercicio profesional para las mujeres, pero con marcadas diferencias curriculares respecto a la formación de maestros. Hacia la mitad del siglo las maestras incorporadas al sistema educativo atendían las escuelas de párvulos, tanto de niños como de niñas. Encargadas de la escolarización infantil, su función respondía al modelo de maestra maternal (SAN ROMÁN, 1997), aunque la legislación y el currículum segregado las excluyó de las escuelas de niños. La normativa que regulaba el funcionamiento de las escuelas normales de maestros se fue adaptando para las escuelas normales de maestras, excepto en el currículum con la inclusión de
labores propias del sexo y la exclusión de Agricultura. 
La primera institución que se creó para atender la formación inicial de las maestras a tenor de lo fue la Escuela Normal Central (Madrid) en 1858. La Escuela
Normal Central fue el centro piloto que sirvió de prototipo y su plan de estudios se extendió a otras
escuelas normales. Aunque dicha ley, en su artículo 114, determinaba que el gobierno debía de
procurar el establecimiento de Escuelas Normales de Maestras para mejorar la instrucción de las niñas, lo dejó al arbitrio de las Diputaciones Provinciales y éstas no siempre se implicaron en su
establecimiento, por lo que en muchas provincias no se creó ninguna. De este modo, las aspirantes a
maestras que pretendían la titulación debían examinarse libres de todas las asignaturas de la carrera,
incluso debían superar la prueba de ingreso y, además, acreditar el haber realizado las prácticas en una escuela pública femenina. Sin embargo, no se cumplía y en realidad las materias instrumentales se relegaban dando prioridad a las materias de labores y religión. Las materias no profesionales eran las protagonistas de su formación y, realmente, recibían una intensa preparación en las materias
relacionadas con el hogar. De manera que las materias relacionadas con las actividades del hogar
ocupaban la mayor parte del curriculum y de las instrumentales (Matemáticas, Lengua) sólo recibían
unos conocimientos rudimentarios. Además, estaban ausentes del programa de estudios materias
científicas como las Ciencias Naturales, la Física y la Geometría. El currículum formativo era bastante reducido y por esta causa recibían una preparación ínfima. El resultado era una maestra con mediano dominio de las técnicas de lectura y escritura, unos escasos conocimientos en aritmética y una notable habilidad para las labores del hogar; todo ello revestido de cierto de barniz pedagógico. Estas maestras solían prepararse con otras maestras para luego examinarse como alumnas libres en la
normal, aunque también había algunos colegios privados de señoritas que instruían a las jóvenes aspirantes al título. 
Consecuencia de la escasa preparación de las maestras era que en las escuelas primarias las
niñas sólo recibían una mediocre formación, reducida al aprendizaje de los dogmas de la religión
católica, al superficial conocimiento de las materias instrumentales y una relativa habilidad manual
para las labores en tela. Añadir además que la citada ley Moyano, en su artículo 102, establecía para los pueblos con número de habitantes inferiores a 500 que podían tener una escuela desempeñada por
pasantes o adjuntos que únicamente necesitaban un certificado de aptitud o moralidad que expedía la
Junta Local. El número de maestras era cuantitativamente inferior al de los maestros dadas las
restricciones que sufrían las mujeres. Las estadísticas informan que en 1855 las maestras representaban el 23,6%. Se trataba de un porcentaje en ascenso, pues en 1885 se había incrementado hasta alcanzar el 41,4%.   La legislación encorsetaba a niñas y maestras restringiendo su preparación y, a la vez, discriminándolas frente a la instrucción impartida a los niños y a los maestros (FLECHA, 1997). Más  tarde la recepción de las corrientes de pensamiento europeas influyó en la evolución de los planteamientos educativos, hecho que implicó importantes cambios (ESCOLANO, 2002). La
modernización educativa introdujo innovaciones en algunos centros y reactivó la práctica docente.

 Ejemplo de ello fue la difusión de la pedagogía de Fröebel vinculada a la renovación de la enseñanza de
párvulos. En 1873 se adscribió la
Clase de Pedagogía según el sistema Fröebel a la Asociación para la
Enseñanza de la Mujer. La Escuela de Institutrices (1869) y la Asociación para la Enseñanza de la Mujer
(1870) fueron centros señeros para la formación de las españolas y ejercieron
notable influencia
pedagógica
 en la Escuela Normal Central de Maestras de Madrid (COLMENAR, 1994: 48). En 1874 se
dotó una cátedra de Pedagogía de Fröebel en la referida Escuela Normal Central. Era el efecto de la
renovación pedagógica y la toma de conciencia de las limitaciones de la formación inicial que
condujeron a innovaciones, como la reforma de la Escuela Normal Central de Maestras en 1882, al
tiempo que se les confiaba a las maestras la enseñanza de párvulos
 (COLMENAR, 1983). Con la
reorganización de los estudios se convirtió en el primer centro oficial femenino; la ampliación
curricular mejoró el perfil profesional para
elevar la formación de la mujer española a nivel europeo
(C
OLMENAR, 1994: 49).

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La Escuela Normal Central atendía la formación inicial de las maestras y su papel tuvo
trascendencia en la sociedad de la época dadas las escasas instituciones que se ocupaban de la
educación de las mujeres (C
OLMENAR, 1983). Y aunque ofreció título oficial a las mujeres, la cultura
que proyectaba era muy escasa. La cualificación profesional de las egresadas era muy limitada, ya que
con un simple examen podían obtener el título de maestra. Dichos exámenes para valorar sus
conocimientos se realizaban ante un tribunal conformado por hombres. El tribunal femenino juzgaba
las labores y eran sumamente exigentes frente a la actitud generosa de los otros examinadores
(B
ALLARÍN, 2001). Prácticamente durante todo el siglo XIX la formación de maestras se caracterizó por
su precaria preparación, inferior a la de los maestros, porque la mayor parte del horario escolar lo
ocupaba la enseñanza de las labores (G
ONZÁLEZ, 1994: 180). El bajo nivel cultural y pedagógico en la
formación inicial se mantuvo hasta finales de la centuria y, aún en 1880, no se estudiaban en ella
Ciencias Naturales, Física, Geometría ni nociones de Comercio e Industria (D
OMÍNGUEZ, 1991: 24). 
La creación de las escuelas normales de maestras no siguió un ritmo uniforme en el estado
español, a pesar de los numerosos alegatos a favor, entre ellos, los de Pablo Montesino. Por la indudable
incidencia social de las egresadas como futuras educadoras de las nuevas generaciones, eran
establecimientos necesarios para la formación de maestras y no siempre hubo una respuesta positiva
desde las administraciones locales. Se invirtió mucho tiempo en solicitudes, peticiones e informes,
hecho que dificultó y retrasó el establecimiento de los centros femeninos. No obstante lo anterior,
fueron extendiéndose de forma paulatina por la geografía española, por la necesidad de dotar a las
provincias y a sus capitales respectivas de establecimientos propios donde las estudiantes pudieran
realizar los estudios para el ejercicio de la enseñanza. El problema de la financiación retardó su
instauración porque en el siglo XIX estaban financiadas por las Diputaciones de cada provincia y hasta
comienzos del siglo XX no se incorporaron a los presupuestos generales del estado
manteniendo por lo
general una vida lánguida
 (NAVARRO, 2002: 33). En muchas provincias el proceso de instalación fue
muy lento y se retrasó bastante su creación, algunas hasta finales del siglo XIX, como fue el caso de
Burgos en 1896 (Navarro, 1989), y otras lo hicieron en la centuria siguiente (G
ONZÁLEZ, 1997), como
sucedió en Tenerife (1902) y Gran Canaria (1927). También hubo otras Diputaciones que se
adelantaron a las recomendaciones de la normativa Moyano y desarrollaron su iniciativa de organizar
una escuela normal de maestras. A este respecto señalar las escuelas normales de maestras de Navarra
(1847), Badajoz y Logroño (1851); Álava, Cáceres y Zaragoza (1856). En otras provincias
respondieron en tiempo y forma, por ejemplo, Cádiz, Segovia, Teruel y Guadalajara en 1857; Ciudad
Real, Cuenca, Granada, Huesca, Madrid, Sevilla y Salamanca en 1858. En Ciudad Real se creó por Real
Decreto de 24 de febrero de 1858, aunque comenzó a funcionar en el curso 1860–1861. Alicante y
Oviedo en 1859. Zamora y Murcia en 1860; Ávila, Barcelona, Córdoba, Málaga, Pontevedra, Valladolid
en 1861; Albacete y Tarragona en 1862; La Coruña y Guipúzcoa en 1865; Valencia en 1866; Baleares
en 1872 y Soria en 1876 (V
EGA, 1988). Una cronología fundacional muy heterogénea, que recoge
múltiples fechas a lo largo de la segunda mitad de la centuria. Sin embargo, fue habitual que se
pospusiera la creación dependiendo de los recursos económicos disponibles en las arcas públicas, hecho
que indica que no fue prioritario su establecimiento. Tampoco descuidó la administración española la
formación de maestras en sus posesiones de ultramar; así por, Real Decreto de 19 de junio de 1890 creó
una escuela normal de maestras en Cuba (H
UERTA, 1996) y otra escuela normal de maestras en Puerto
Rico (H
UERTA, 1996). 

2. Reformas de finales de siglo
La precaria formación recibida en las normales fue objeto de denuncia por parte de muchos
sectores críticos y, frente a la atonía de los centros, se plantearon medidas de renovación. Una de ellas
Aprender a enseñar en el siglo XIX. La formación inicial de las maestras españolas

fue la iniciada en 1882 con innovación dentro del plan de formación de maestras que ofrecía la Escuela
Normal Central de Maestras (E
SCOLANO, 2002). En 1882 se les encomendaba en exclusiva la atención a
los párvulos. Además, las reformas legislativas permitieron a las maestras la dirección de las Escuelas de
Párvulos.
La Real Orden de 8 de junio de 1881 establecía un plan de estudios para la Escuela Normal
Central de Maestras con idéntico programa curricular que para los centros masculinos. Además, el
profesorado de las escuelas normales de maestras era masculino hasta 1882, cuando se estableció el
grado Normal (M
ELCON, 1992) y las mujeres pudieron optar a la titulación. Por las Reales Ordenes de
17 de junio y 25 de julio de 1881 se hizo extensivo dicho plan a todas las escuelas normales del Estado,
de manera que a partir de 1881 el plan de estudios de las escuelas normales era idéntico para los
alumnos y las alumnas. Según la normativa ambos debían cursar las mismas asignaturas
. Sin embargo,
con ciertos matices, porque prevalecían las materias consideradas femeninas y así una tercera parte del
horario semanal lo dedicaban a las materias de hogar. Para la obtención del título de maestra superior
las aspirantes debían superar idénticas materias del grado elemental y labores. Ese espacio social llegó a
considerarse propio para las mujeres hasta tal modo que en 1882 se les asignó legalmente en exclusiva
la educación infantil (párvulos), una exclusividad que se mantuvo hasta 1977 (V
IÑAO, 2004). En estos
años las maestras lucharon por mejorar sus condiciones laborales frente a los maestros y reclamaron
igual salario. De este modo, la desigualdad salarial se resolvió en virtud de la Ley de nivelación salarial,
de 6 de julio de 1883, en la que el gobierno reconoció la equiparación salarial con los maestros. 
Según los datos oficiales, las tasas de analfabetismo eran muy elevadas en el estado español, con
marcadas diferencias entre el norte –especialmente en las áreas más industrializadas– y el sur, así como
entre las zonas urbanas y rurales. Para el caso de las mujeres los índices de analfabetismo eran
superiores. Las estadísticas informan de que en el año 1872 alrededor de un 10% de las mujeres sabían
leer y escribir, lo cual se traducía en unos saldos muy altos de analfabetas. El número de maestras
tituladas no era suficiente para atender la escolaridad de las niñas; lo cual demuestra el insuficiente
número de maestras y el desempeño de estas tareas por parte de personas no idóneas y mal preparadas
para cumplir tal cometido. En 1882 las mujeres superaban el 81,20% y los hombres el 61,50 % de los
índices de analfabetismo. Ante estas elevadas cifras y la actitud negligente del gobierno por la
educación femenina, la Asociación para la Enseñanza de la Mujer canalizó su actividad efectuando
campañas a favor de la instrucción de la mujer. Por esta causa, en 1877 se aplicó el artículo 114 de la
Ley de Instrucción Pública de 1857, referida al establecimiento de Escuelas Normales de Maestras
, si
bien no se obtuvo el resultado esperado porque el gobierno conservador adoptó medidas restrictivas. 
En esta centuria el magisterio fue una de las escasas alternativas culturales y laborales para las
mujeres. Este hecho se vio plasmado en la obtención del título de maestra elemental, donde ellas
representaban una entidad numérica superior a la de los maestros. En cambio, sucedía a la inversa con
la titulación superior, donde los maestros ostentaban el mayor porcentaje de los títulos. Entre otras
razones, las maestras se conformaban con el título de maestra elemental viendo compensadas sus
aspiraciones profesionales y culturales. Los contenidos que se les exigían en los exámenes a las alumnas
normalistas eran inferiores a los de los alumnos, lo cual no deja de ser indicativo de la falta de interés
social por la educación femenina. Evidentemente en el siglo XIX localizamos los orígenes de la
feminización del magisterio porque era una de las pocas profesiones que se les permitían desempeñar
(S
AN ROMÁN, 1997).
Más tarde, la reforma emprendida por el ministro de Fomento Germán Gamazo en 1898
consiguió equiparar los estudios de maestra con los de maestro, aunque prevaleciendo algunas
diferencias curriculares. El citado ministro, al plantearse la reorganización de las escuelas normales, se
cuestionó el carácter de estas instituciones: si debían ser centros de cultura general y técnica o
establecimientos técnicos únicamente. Sin embargo, puntualizó que para el caso de las normales de
maestras:

La cuestión está resuelta en España por la necesidad; pues siendo escaso el número
de centros de instrucción para la mujer, muchas jóvenes acuden a las Normales de
Maestras sin buscar los fines, ni las utilidades de la profesión; y en cuanto a las
Normales de Maestros, se resuelve aceptando la primera solución –de ser centros de
cultura general y técnica–, pues la cultura general de Maestro ha de tener ciertas
condiciones de solidez, aunque no de extensión, y de carácter educativo, que no se
encuentra fácilmente en otras instituciones de enseñanza

.
Con esta exposición, el ministro puso de relieve dos cuestiones básicas referidas a la educación

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femenina. La primera denota la carencia de instituciones educativas femeninas, y la segunda la
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Teresa González Pérez

importancia de la preparación de los maestros frente a la formación de segundo orden de las
maestras
. Así, el Real Decreto de 23 de septiembre de 1898 fijó las asignaturas propias de las escuelas
normales elementales de maestros. Tales materias se incluían igualmente en el plan de estudios fijado
para las maestras, pero con algunas modificaciones
viii
. A nivel de la disposición teórica se aproximaban,
pero en la práctica las labores continuaban manteniendo su protagonismo en el currículum en
perjuicio de los conocimientos pedagógicos, científicos y literarios (G
ONZÁLEZ, 1994: 181). De este
modo, hasta finales de siglo, la preparación científica que recibían las maestras era incompleta. Se les
introducía de forma sucinta en la aritmética, en la geometría y ciencias naturales. Dentro de la
limitación de las enseñanzas las materias literarias ocuparon un lugar preferente, pero las disciplinas
pedagógicas tuvieron una reserva horaria inferior a la del resto de las materias. Tenían una deficiencia
semejante a la que experimentaron los estudios de maestro. Con el Plan de Estudios de 1898 se
pretendía equiparar el programa de formación de maestros y maestras, aunque no se consiguió. No
obstante, mejoró la formación de las maestras y las escuelas normales contaron con un número
creciente de alumnas matriculadas y tituladas, lo que favoreció el proceso de feminización de la
docencia en los primeros niveles educativos. En el último cuarto del siglo XIX las escuelas normales de maestras eran los centros adecuados para que se formaran las mujeres y también para ensayar otras
modalidades de instituciones que facilitaran su formación ix.Según lo dictado en los reales decretos de 21 de septiembre de 1902 funcionaban escuelas de magisterio femeninas repartidas por la geografía española, pero el Decreto de 30 de marzo de 1905 las subdividía en tres grados: central, superiores y elementales. Las escuelas superiores de maestras se hallaban en las capitales de distrito universitario y en Alicante, Badajoz, Bilbao, Burgos, Cáceres, Ciudad Real, Guadalajara, Córdoba, Coruña, Málaga, Palencia, Palma de Mallorca, Teruel y Toledo. Las Escuelas Elementales de Maestras en Ávila, Baleares, Cuenca, Cádiz, Tenerife, Castellón, Guipúzcoa, Huesca, León, Lérida, Logroño, Murcia, Pamplona, Pontevedra, Segovia, Soria y Zamora. Hasta 1914 se mantuvo la división de los estudios y de las instituciones de magisterio en elementales y superiores.

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